Quizás la única lucha justa sea aquella que ubica su origen en la ternura. Quizás la única cruzada verdadera sea la de la esperanza. La única valentía real sea, acaso, la del corazón.
Abuelas de Plaza de Mayo no es, apenas, una organización comprometida con la defensa de los Derechos Humanos. Ni es, tampoco, un emergente social creado por la necesidad y la urgencia de recuperar a las víctimas sobrevivientes del genocidio desatado sobre el pueblo argentino con la dictadura de 1976: los chicos. Los nietos secuestrados.
Es decir, Abuelas es todo eso, por cierto. Pero mucho más, también.
Abuelas de Plaza de Mayo es esa parte de nuestro espíritu que jamás se rinde, que jamás se entrega. Es esa voz inquieta que nos urge a perseguir justicia. Es esa necesidad humana de rescatar a quien se ama, de buscar a quien está perdido, de cuidar de quien necesita auxilio.
No hay, quizás, amor más grande que aquél que reniega de la propia vida en pos de la vida del otro. Las Abuelas han consagrado el resto de sus vidas a rescatar a esos chicos perdidos, robados. Y esta consagración de una vida entera a una causa es quizás, el más eterno acto de valor, de coraje. Porque sólo es valiente quien sabe que no tendrá jamás descanso, hasta que el último de esos nietos sepa la verdad de sus orígenes y sus secuestradores enfrenten a la justicia. Porque a las viejas queridas, hermosas, incansables, no les basta con recuperar a los frutos de su propia sangre. Ese justificado individualismo que provoca el amor a la propia sangre ha sido superado por la alegría colectiva de salvarlos, de recuperarlos, de abrazarlos a todos. De decirles esa verdad que les fuera ocultada durante más de tres décadas.
Estas mujeres extraordinarias, han sido propuestas para recibir el Premio Nobel de la Paz. No se me ocurre nadie en este mundo que merezca ese reconocimiento más que ellas. Nadie más que estas luchadoras temibles que, sin embargo, jamás levantaron un puño en venganza ni gritaron pidiendo muerte. Al contrario, son temibles para los criminales que han perpetrado estos crímenes, justamente por su amor, por su esperanza, por su irrenunciable persistencia.
Será justicia que Abuelas de Plaza de Mayo reciba el Premio Nobel de la Paz. Ni falta hace justificar el por qué apoyamos la postulación. Nadie puede ignorar lo que significan estas mujeres amorosas y tenaces ni lo que significa su lucha. Sí, en cambio, debieran explicar con claridad quienes no las apoyan. Deberán decirnos en qué oscuro interés basan semejante desnaturalización del espíritu.
Las Abuelas, con Estela de Carlotto a la cabeza, son las abuelas nuestras. De todos nosotros. Con el mismo amor, el mismo cuidado y la misma alegría. Porque no son, a no confundirse, figuras trágicas, ni fantasmas de un pasado oscuro y desgarrado. Son, por el contrario, portadoras de un cariño tal que sólo puede expresarse con alegría, con abrazos, con sonrisas. Son nuestras, porque en ése ida y vuelta intenso que es el amor, las cuidamos y las protegemos como ellas lo hacen con nosotros. Como se hace en una familia.
Porque al fin somos eso: una familia que busca a sus hijos, nietos, hermanos. Y gracias a las Abuelas, jamás dejaremos de buscar, jamás dejaremos de esperar. Porque ellas, con su ejemplo, nos enseñaron esta manera perfecta del amor. El que jamás abandona, el que es leal, el que aguanta. El que espera siempre y jamás pierde la esperanza.
Y ese es el mensaje de estas viejas queridísimas para todos los pibes que todavía están en la oscuridad: siempre, pase lo que pase, hagan lo que hagan y sientan como sientan. Sin importar los engaños, las mentiras o el dolor; siempre tendrán en ellas, un sitio seguro al cuál regresar.
Mario Paulela
Movimiento Peronista Bloguero
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